El Rey Vallenato Julian Rojas Terán y El Nobel Gabriel García Marquez |
Siempre
se dijo que García Márquez había cantado vallenatos en las calles de París como
recurso para recoger algunos francos en los momentos más duros de su estancia
en Europa. No lo reconoció el Premio Nobel en ningún documento que yo recuerde,
pero su amor por la música de acordeón era tanta que bien pudo haber sucedido.
Este dato, como otros de su exilio, se disuelve en la neblina de París.
En
cambio, tengo viva una de las primeras imágenes personales del escritor
colombiano que acaba de morir. En el cuarto de un hotel pobretón de Valledupar
estamos García Márquez, su hermano Luis Enrique, quizás también otro hermano
suyo, Jaime, y ‘el Cabellón', Álvaro Cepeda Samudio. Luis Enrique, que es hábil
guitarrista, está rasgueando el golpe de merengue y Gabo canta La molinera, en
voz baja pero con todo el recorrido melódico que piden los cantos de Rafael
Escalona.
Esa noche
de 1968, sobre la cual escribí una crónica hace casi medio siglo, se prolongó
hasta la madrugada. Gabo cantó muchos vallenatos más. No solo de Escalona,
amigo suyo sobre el que escribió columnas y artículos cuando nadie los conocía
ni a él ni al otro, sino también de Emiliano Zuleta, de Alejo Durán, de Chema
Gómez, de Leandro Díaz.... Leandro Díaz, el ciego que veía "con los ojos
del alma", es autor de los versos de La diosa coronada que sirven el
zaguán de El amor en tiempos del cólera.
Muchas
veces más compartí con García Márquez y con otros amigos largas charlas sobre
música vallenata, lo mismo que parrandas y grabaciones que alguien enviaba
desde lugares remotos de la Guajira o los montes de María. También unas pocas
oportunidades en que volvió a cantar aquellos paseos y merengues del primer día
que lo vi.
García Márquez elevó el vallenato
a las alturas del mito cuando lo incorporó a Cien años de soledad.
Uno de sus más entrañables personajes, Aureliano Segundo, se echa a perder por culpa
del acordeón, instrumento que su madre, Úrsula Iguarán, considera "propio
de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre". Hipnotizado por las
parrandas, el trago y las mujeres, abandona su hogar y a su legítima esposa, la
cachaca Fernanda del Carpio, y se marcha tras el eco de las cajas y
guacharacas.
Pero hay
vida más allá del merengue. Pasados muchos años, pasado el diluvio bíblico que
inundó a Macondo y pasadas las borracheras, las amantes y las piquerías,
Aureliano Segundo regresa a su casa. Ya está viejo y las canciones de Francisco
el Hombre son solo un recuerdo apacible, que interpreta a los niños del lugar
"en su acordeón asmático". Muere en el lecho conyugal el mismo día
que su gemelo, José Arcadio, y sus amigos ponen sobre el ataúd una corona de
flores y una cinta morada que dice: "Apártense vacas que la vida es
corta".
La
fascinación de García Márquez por esa música que oía de niño en Aracataca no
solo le sirvió de inspiración literaria. También lo llevó a impulsar el
Festival Vallenato, que creó con Alfonso López Michelsen, Consuelo
Araujonoguera, Rafael Escalona, Darío Pavajeau, Álvaro Cepeda y otros
compadres. Cuando le entregaron el Premio Nobel, en octubre de 1982, lo
acompañaban Escalona y un conjunto de músicos villanueveros.
No sería
extraño que cientos de acordeones se arruguen ahora para despedir a quien
popularizó esta música que es ya un símbolo nacional.
cvtp
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